Lo más terrible es ser un cerdo y tener las narices con forma de enchufe, y que te miren y te vean siempre acompañado de patatas fritas o ensalada. Y caminar con esas patas apretadas y embutidas y esas torpes pezuñas. Aunque terrible es también llegar al supermercado y hacer la compra del mes para, al final, cargado hasta los topes, descubrir, una vez ya delante de la cajera, que te dejaste la cartera en el otro vaquero. Y las marujas se empiezan a impacientar, y te miran de reojo y cuchichean como gallinas. Y el individuo que va delante de ti, rompe a reír. Previamente le has estado observando, y es que resulta que un supermercado, es realmente como la sala de un psicoanalista. Los artículos, tan numerosos y variados, sirven como instrumento para el estudio de cada uno de nosotros. Por eso las cajeras nos conocen a la perfección, gracias a lo que compramos. La compra, como digo, es el más fiel reflejo de cada uno de nuestros hábitos, gustos, vicios y manías.
El señor de delante es delgado y pequeñajo, de rostro mal envejecido y con el pulso como el de un vibrador. La barba le crece cerrada y cana, y sus ojillos apenas se le ven detrás de esas gafotas de pasta gris. Torpemente deposita tres cartones de tabaco, dos de una misma marca y otro amarillo y blanco que parece ser el más barato. Y botellines de whisky, sí, muchos, muchos botellines, porque nada complace más al alcohólico que llenar los rincones de su pocilga con botellines vacíos. Y parece que ha olvidado algo, y vuelve al momento, nervioso, dando pasitos torpes, tambaleante, con otro cartón de tabaco, del barato, y dos botellines más de una ginebra que no conozco.
Y la gorda de atrás, deposita chocolate, pudding, salami, productos prefabricados, caramelos, gominolas, helado en tarrinas, y eso sí, unos yogures "light", que coloca lo primero, orgullosa, lanzándome un guiño.
Y hay que volver a esperar a ese semáforo que nunca nos da el paso, y atravesar de nuevo toda la calle hacia arriba. Subir las escaleras a por el jodido dinero y repetir de nuevo toda la operación.
Ya estoy de vuelta y el semáforo no cambia a verde. Y es terrible también el descubrir que el amor verdadero no existe, que es un cuento chino, como el de la supuesta paliza que cada Navidad se meten los tres reyes de oriente para abastecer a todos los niños del mundo con regalos. El amor verdadero no existe, y nuestros padres nunca fueron ni serán perfectos, ni tampoco vivirán nunca lo suficiente. El amor verdadero no existe, ni la magia, ni los superhéroes, ni Santa Claus, y Dios, mientras, parece estar demasiado ocupado durante estos últimos dos mil años como para preocuparse un poco por nosotros.
El amor verdadero no existe y, desde luego, tiene muy poco que ver con lo que nos enseñan, y si no que se lo pregunten a todos los homosexuales del mundo, que nunca llegaron a entender demasiado bien los dibujos de Walt Disney, ni los inevitables finales con beso de película. Amamos lo que no tenemos, luchamos con pasión únicamente por lo que amenazan con arrebatarnos; como el niño que se cansa demasiado pronto del juguete y lo abandona exactamente hasta que otro niño se lo pide para jugar.
Son más fuertes el desamor, la ausencia y los celos. Los celos, sí señor, los celos sí que son algo cojonudo. Uno puede jugar al escondite con su polla en todos los agujeros oscuros del país y, sin embargo, seguir creyendo que ama a su pareja por igual. Pero si se le da la vuelta a la tortilla, todo el mundo parece venírsele abajo. La maté porque era mía, y yo mientras, desearía que toda esa pandilla de jodidos maltratadores se convirtieran en plastilina de colores.
Otra vez las escaleras. Estoy sudando.
-!Mierda olvidé la leche!
Esto es terrible, aunque lo cierto es que, el te abran la tripa con un cuchillo de cocina no tiene perdón de Dios y no se puede ni comparar. Por eso, lo más terrible, después de todo, es ser un cerdo, y que te abran tu enorme barriga ante las estúpidas miradas de todo un pueblo, y que tus chillidos y tu incomprensión se vean ahogados por su bullicio; y no poder olvidarte la cartera en casa, ni esperar cada Navidad a los tres Reyes Magos, ni poder sentir celos, ni poder ir al cine, ni leer libros, ver la tele, escribir, o beber calimocho mientras juegas al parchís en un bar con los amigos.
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